sábado, 31 de diciembre de 2011

De arena y barro


Sucedió durante los lejanos años del diluvio que aquellos seres de barro, con tanto mimo modelados durante “El tiempo del sol eterno” por aquella extraña civilización ya desaparecida, y de la que muchos siglos más tarde se encontrarían vestigios de ciudades de reinos olvidados bajo los inmensos arenales del norte, aquella civilización de hombres y mujeres de arena cuyas almas, tras miles de años de oscuridad, huían despavoridas al más mínimo contacto con la luz cuan reflejos fugaces a medida que las urbes en las que antaño transcurrieron sus vidas iban quedando al descubierto, aquella civilización que todo lo pudo, que a todo sobrevivió, excepto a su propia egolatría, que fue capaz incluso de insuflar vida en los cuerpos de los hombres y mujeres de arcilla que en un futuro habrían de diluirse bajo el peso del agua de la lluvia; pasados los años, los ríos volvieron por fin a su cauce, los mares a sus profundas simas, los lagos abandonaron las extensas planicies, el sol volvió a brillar como antes…, y llegó entonces el viento seco del sur, el cual arrastró sus cuerpos, ya convertidos en polvo, por ignotas regiones del espacio y del tiempo. Hay quien cuenta que las almas de aquellos seres de barro vagan por el mundo, y que por las noches se escuchan sus risas, sus lamentos, sus susurros…, transportados por la brisa.  Cada noche buscan, incansables, las casas en las que un día habitaron, las casas a las que ya nunca podrían volver, arrasadas por el tiempo y la memoria de otras lluvias y otros vientos. Hay quien cuenta que, sin embargo, aquellos espíritus nunca perdieron la fe; ni siquiera en los tiempos remotos del desamparo en que, ya reducidos a polvo, los días se llenaban de ausencias… En medio de toda aquella maldita desolación, sólo una casa quedó en pie. En ella, como cada mañana, las luces especulares del alba ahuyentaban las densas y negras brumas de la noche... Las sombras, aún leves, se iban llenando entonces de las almas que habían sido capaces de encontrar su emplazamiento y que, también como cada mañana, se retiraban a descansar, y en ellas permanecían durante las horas de luz, moviéndose tan solo para acomodar su levedad al paso del tiempo y al lento deambular de las sombras que, tras los cristales, proyectaba desde lo alto aquel magnífico e inclemente astro de blanca y cegadora luz que los vivos llamaban Sol, y que para ellos no tenía ya nombre. Aquella casa vacía, olvidada por el tiempo, se iluminaba cada noche tan solo por el tenue resplandor de una vela que desde la ventana que miraba al oeste hacía las veces de faro, siendo referencia y guía para que las almas que aún vagaban sin rumbo pudiesen regresar del país de la noche... Una vez más, la palpitante luz de su llama daría vida a aquellas formas que durante el día habían permanecido en las sombras.

Cuentan que las playas del norte, en las que un día se erigieron las ciudades de los hombres y mujeres de arena, se llenan cada atardecer de luces antiguas que bañan las ciudades vacías, y que las almas de los seres de arena encontraron a su vez refugio en lejanos desiertos en los que por fin descansaron.



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